Entonces me grabé a punta de hierro afilado y ardiente, sobre la piel, que ya había pasado el punto sin retorno; que ya me había doblegado lo suficiente, lo insuficiente, lo exagerado y lo inverosímil. Que ya la pelea seguía en pie. Que a pesar del látigo habría de resisitir. Que esto no había terminado.
Y lo grabé en mis brazos, en mis piernas, en mi torso y en mi espalda. Lo grabé en mi propio lienzo porque en esa guerra los dos bandos habitaban la misma ciudad. Esa guerra era sólo conmigo. Entre mí y mí. Y tenía que declararme al enemigo que esto no era lo último que sabría de mí.
Simplemente no me podía rendir.
A mi reflejo le grité de nuevo: "la pelea sigue en pie".
Lo triste es que ganara quien ganara, yo perdería.
Como siempre, yo perdería.
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